Un hermoso día de primavera tocaba a su fin. En lo alto del cielo claro flotaban pequeñas nubes rosadas, que parecían no pasar nunca, sino ser absorbidas lentamente por las profundidades azules del más allá.
En una ventana abierta, en una hermosa mansión situada en una de las calles periféricas de O., la principal ciudad del gobierno de ese nombre -era el año 1842-, estaban sentadas dos damas, una de unos cincuenta años, la otra una anciana de setenta. La primera se llamaba María Dimitrievna Kalitine.
Su marido, que había ocupado anteriormente el cargo de procurador provincial y que era muy conocido en su época como un buen hombre de negocios -un hombre de temperamento bilioso, seguro de sí mismo, resuelto y emprendedor-, llevaba muerto diez años. Había recibido una buena educación y había estudiado en la universidad, pero como la familia de la que procedía era pobre, había reconocido muy pronto la necesidad de hacer carrera y ganar dinero.
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Última modificación: 2024.11.14 07:32 (GMT)