Puntuación:
Las reseñas de «El hombre de la máscara de hierro» ponen de manifiesto una mezcla de admiración por la narrativa de Dumas y decepción con aspectos concretos del libro. Muchos lectores aprecian la riqueza narrativa y la conclusión de la saga de los mosqueteros, pero algunos consideran que carece de aventura y cohesión, especialmente en comparación con obras anteriores como «Los tres mosqueteros». A menudo se aconseja a los lectores que lean los libros anteriores para comprender plenamente los personajes y la trama.
Ventajas:⬤ Una narración magistral y una profundidad de personajes que demuestran la destreza de Dumas como escritor.
⬤ Una trama atractiva que enlaza la saga de los mosqueteros de forma satisfactoria.
⬤ Un rico contexto histórico y la exploración de temas como la traición y el poder.
⬤ Destaca por ser una novela entretenida con momentos conmovedores y memorables.
⬤ Recomendado como parte de una serie mayor para un mejor contexto.
⬤ Muchos lectores encontraron el libro menos aventurero y atractivo en comparación con 'Los tres mosqueteros'.
⬤ Confusión en torno a numerosos personajes y acontecimientos, sobre todo para quienes lo lean por separado.
⬤ Críticas al ritmo y al excesivo diálogo político, que provocan sensación de aburrimiento.
⬤ Decepción con el retrato del Hombre de la Máscara de Hierro, que desempeña un papel mínimo.
⬤ Presencia de erratas y versiones mal editadas que desvirtúan la experiencia de lectura.
(basado en 364 opiniones de lectores)
The Man in the Iron Mask
Desde la singular transformación de Aramis en confesor de la orden, Baisemeaux ya no era el mismo hombre. Hasta ese momento, el lugar que Aramis había ocupado en la estimación del digno gobernador era el de un prelado al que respetaba y un amigo con el que tenía una deuda de gratitud.
Pero ahora se sentía inferior, y que Aramis era su amo. Él mismo encendió una linterna, llamó a un lacayo y dijo, volviendo a Aramis: "Estoy a sus órdenes, monseñor". Aramis se limitó a asentir con la cabeza, como diciendo: "Muy bien".
Y le hizo una seña con la mano para que le indicara el camino. Baisemeaux avanzó, y Aramis le siguió. Era una noche estrellada, tranquila y encantadora.
Los pasos de tres hombres resonaban en las banderas de las terrazas, y el tintineo de las llaves que colgaban de la faja del carcelero se hacía oír hasta los pisos de las torres, como para recordar a los prisioneros que la libertad de la tierra era un lujo fuera de su alcance. Se podría haber dicho que la alteración efectuada en Baisemeaux se extendía incluso a los prisioneros. El lacayo, el mismo que a la primera llegada de Aramis se había mostrado tan inquisitivo y curioso, estaba ahora no sólo silencioso, sino impasible. Mantenía la cabeza gacha y parecía temer mantener los oídos abiertos. De este modo llegaron al sótano de la Bertaudiere, cuyos dos primeros pisos subieron en silencio y con cierta lentitud.
Porque Baisemeaux, aunque estaba lejos de desobedecer, distaba mucho de mostrar afán de obediencia. Al llegar a la puerta, Baisemeaux se mostró dispuesto a entrar en la cámara del prisionero.
Pero Aramis, deteniéndole en el umbral, le dijo: "Las reglas no permiten que el gobernador oiga la confesión del prisionero". Baisemeaux se inclinó y dejó paso a Aramis, que cogió la linterna y entró.
Luego les hizo señas para que cerraran la puerta tras él. Durante un instante permaneció de pie, escuchando si Baisemeaux y el lacayo se habían retirado.
Pero en cuanto el ruido de sus pasos al descender le aseguró que habían abandonado la torre, puso la linterna sobre la mesa y miró a su alrededor. En un lecho de sarga verde, similar en todo a los demás lechos de la Bastilla, salvo que era más nuevo, y bajo cortinas a medio descorrer, reposaba un joven, a quien ya habíamos presentado a Aramis una vez. Según la costumbre, el prisionero estaba sin luz. A la hora del toque de queda, estaba obligado a apagar su lámpara, y percibimos lo mucho que se le favorecía, al permitírsele mantenerla encendida incluso hasta entonces. Cerca de la cama, un gran sillón de cuero, con las patas torcidas, sostenía su ropa. Una mesita -sin bolígrafos, libros, papel ni tinta- permanecía descuidada y triste cerca de la ventana.
Varios platos, aún sin vaciar, mostraban que el prisionero apenas había tocado su cena. Aramis vio que el joven estaba tendido en su cama, con el rostro semioculto por los brazos. La llegada de un visitante no provocó ningún cambio de postura.
O bien aguardaba con expectación, o bien dormía.
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Última modificación: 2024.11.14 07:32 (GMT)