Como el lucero del alba: La vida de Santo Domingo

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Título original:

As the Morning Star: The Life of St. Dominic

Contenido del libro:

El hecho de que, después de setecientos años, su vida siga siendo objeto de los esfuerzos de los historiadores es una prueba evidente del profundo significado de la personalidad de Santo Domingo para su Orden, para el clero y para toda la Iglesia. Vivió en la Baja Edad Media, cuando la Cátedra de Pedro estaba ocupada por Papas como Inocencio III, cuya prudencia y firmeza fueron factores activos en la configuración de la historia de Europa. El espíritu de fe seguía influyendo al menos un poco en los asuntos políticos, y el entusiasmo por la reconquista de Tierra Santa se apoderaba de los corazones de los hombres. Sin embargo, también había signos ominosos de que se había iniciado un retroceso religioso.

Los herejes causaban problemas en diferentes localidades. La disciplina monástica se había relajado. Se descuidaban los ministerios espirituales, porque el clero estaba enredado en asuntos mundanos o había sucumbido a la vida fácil que les proporcionaban sus ricos ingresos. Los antiguos bienes raíces de la Iglesia excitaban la codicia de los vástagos menos devotos de los piadosos donantes. Las ideas revolucionarias, hostiles a la fe, se propagaban y se ponían en práctica, y los individuos bien dispuestos eran demasiado ignorantes de los principios religiosos para desviarse de esta peligrosa corriente.

Por medio de Concilios Generales y Sínodos Diocesanos, la Iglesia había emitido estrictos decretos morales para sacerdotes y religiosos sobre sus deberes pastorales y especialmente sobre la predicación del Evangelio; pero el fin no se alcanzaba con la mera emisión de estos decretos. Domingo era un hombre de acción. Se dio cuenta de la necesidad de la época y eligió como tarea particular de su vida la predicación del Evangelio. Estableció una Orden, dedicada enteramente a la salvación de las almas por medio de la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios. Con esta fundación, Domingo introdujo un elemento totalmente nuevo en la historia de las órdenes religiosas. Conservó la vida comunitaria y la oración coral solemne de los canónigos agustinos y adoptó muchas austeridades de las antiguas órdenes monásticas, pero añadió a todo esto la estipulación de que la tarea particular de sus seguidores sería la salvación de sus semejantes. Para ello obligó a sus discípulos a dedicarse, lloviera o hiciera sol, al estudio y a la predicación.

Domingo se convirtió en el patriarca de las órdenes apostólicas. Con todos aquellos con los que entró en contacto, con sus hermanos y con los de fuera, fue en verdad un Padre abierto y de gran corazón, maravillosamente indulgente, pero al mismo tiempo sin ceder ni un ápice en aquellas cosas que la deliberación madura le había convencido de que eran necesarias, y dispuesto a intentar la cuadratura del círculo para llevar a cabo una empresa digna. Un hombre así tiene mucho que decir a nuestra generación, quizá todo lo necesario para una auténtica renovación.