Clemenceau

Contenido del libro:

CLEMENCEAU LOS ACONTECIMIENTOS DE SU VIDA CONTADOS POR ÉL MISMO A SU ANTIGUO SECRETARIO, JEAN MARTET PREFACIO CADA vez que muere un personaje político célebre, uno, dos o una multitud de sus íntimos y asociados supervivientes llenan sus plumas, envían papel para escribir, contratan secretarios y hacen contratos con editores con el fin de que su amigo o maestro muerto quede convenientemente registrado para aquellos que ya lo sabían todo sobre él. De vez en cuando se tiene en cuenta la posteridad, pero no a menudo ni seriamente. La principal intención de los biógrafos es escribir una extensa nota necrológica, señalando las virtudes del difunto, las frecuentes ocasiones en las que tuvo razón y sus enemigos se equivocaron y, si es posible, presentar documentos inéditos con los que apoyar revelaciones nuevas, interesantes y quizás sensacionales. El impulso que condujo a su redacción y las circunstancias en las que fue escrito están plenamente expuestas por el autor en su primer capítulo y no necesitan ser desarrolladas aquí. Mis únicos contactos con Clemenceau me brindaron una oportunidad inigualable de conocerle, sobre todo durante aquellos días de pesadilla del último año de la guerra. Ese conocimiento, como en el caso de innumerables personas, se tradujo en respeto y admiración sin límites.

Martet, esta admiración fue un paso más allá y se convirtió en un afecto profundo y duradero, un afecto que el sujeto rara vez se ganó en su activa y combativa carrera. Pero es un afecto que francamente no llega a la idolatría. Martet sentía por su jefe, pero, del mismo modo, nadie puede dejar de penetrar en la cuidadosa autosupresión del autor y percibir la sonrisa medio simpática, medio sardónica, con la que considera muchas de las actividades que ocuparon la vida de su héroe: separación de la Iglesia y el Estado, sufragio universal masculino, ideales de Justicia y Patriotismo, todas las panaceas que el filósofo maduro Clemenceau llegó a descartar, pero que el filósofo congénito Martet nunca pudo tomarse en serio desde el principio. Así pues, cuando el autor se pone a la tarea de dejar constancia de su héroe, como explica en las primeras páginas de su libro, no le preocupa reabrir debates cerrados ni dar vida temporal a cuestiones muertas. Su única idea es hacer que el mundo vea a ese hombre único, Clemenceau, tal como él lo veía, en tres dimensiones: Clemenceau hablando, respirando, regañando, comiendo, filosofando, regateando y reflexionando sobre las esculturas y los cuadros que amaba tan profunda y apasionadamente. Las viejas rencillas políticas se dejan reposar: Clemenceau no tiene que volver a discutirlas con Thiers y Gambetta. ¿A quién le importa?

Es más importante saber que detestaba a Thiers y por qué, que respetaba a Gambetta y por qué, que adoraba al pintor Claude Monet más que a cualquier político que hubiera conocido. La única excepción a esta regla general es el controvertido asunto que sigue abierto entre Clemenceau y sus contemporáneos Foch, Poincare, los estadistas enemigos y los estadistas aliados en Versalles.